miércoles, 7 de octubre de 2009

Semáforos de invierno.


Aún llovía a cántaros cuando dejé el paraguas seco sobre la mesa.
Siempre lo llevaba de acompañante y nunca llegué a utilzarlo.
Olía a tabaco, a alcohol y a recuerdo. Pero recuerdo que aquella casa en sí estaba impregnada de todo aquello.
El piano de cola estropeado por el tiempo había sido tapado completamente por fotografías pegadas, y, al lado de él, dejándose llevar por los sonidos de la tarde, bailaban dos bailarines.
El invierno llegó sin avisar, con la nueva moda de los paraguas rojos, con los tacones excesivamente altos de señora y los semáforos en ambar.
Descorché una botella. Al menos merecía la pena brindar, por el concierto de las 12.

Era lunes por la tarde.

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